miércoles, 18 de junio de 2014

Mi otro gran amor

 
Por allá por 1986 cuando tenía 7 años extrañaba en casa la presencia de mi padre. Me explicaba mi madre que él estaba trabajando recibiendo un barco de soda. En mi inocencia pensaba que era un barco de gaseosa y no entendía la similitud con su trabajo, pues trabajaba en el área petrolera, pero lo acepté así.
Habían pasado dos días, tal vez tres. Su presencia en la casa era notoria pues siempre tenía algún dicho durante la cena o siempre estaba ahí para despedirnos cuando llegaba el autobús del colegio a recogernos y por supuesto, era el papá amoroso y bondadoso.

Extrañaba verlo sentado entre dos palmeras en una de las sillas que le había regalado a mi madre cuando cumplieron 5 años de amores. Recostaba el espaldar contra una de las palmeras y subía los pies contra la otra mientras leía sus novelitas de vaquero de Marcial Lafuente Estefania.
Extrañaba ver algún juego de béisbol pues en su ausencia lo que predominaba en la TV de la casa era alguna novela brasileña. Extrañaba ir con él a verificar el nivel de aceite y agua del vehículo y luego calentar el mismo temprano en la mañana.

Aquella mañana de sábado recuerdo que yo hacía un avión de papel y lo pintaba de color azul sentado en el piso de mi habitación cuando vi sus pies a mi lado, recuerdo que lo miré desde abajo y parecía inmenso su tamaño. Brinqué hacia sus brazos de alegría al verlo y nos abrazamos un largo instante. Me despegó para mirarme a los ojos, algo así como con orgullo.
Recuerdo que me dijo que teníamos que arreglar el calentador de agua, que buscara las herramientas las cuales, por supuesto, no pude subir por la escalera hasta el segundo nivel y tuvo que bajar a ayudarme. Comencé a sacar el sin número de artículos que había alrededor del calentador mientras él sacaba de la caja las herramientas necesarias.

Me pasó un foco y se agachó para desconectar la tubería. Me dijo “alúmbrame” y obediente al fin, dirigí el foco a su cara; se molestó y me dijo que el trabajo lo hacía con las manos, que le alumbrara a sus manos. Me costó trabajo esa simple tarea pues me distraía bastante fácil y terminaba alumbrando el piso o cualquier otra cosa. A cada momento me recordaba molesto que le alumbrara hasta el punto que me quitó el foco y me pidió que me fuera.

En la soledad de mi habitación lloré silenciosamente de la impotencia, yo quería ayudar, yo quería compartir con él y no pude hacer ninguna de las dos.
Luego de un tiempo entró a mi habitación y me explicó de las responsabilidades, de la concentración, de que soy el hombre de la casa y que debo aprender todo lo que hay que hacer en una casa para cuando tuviera la mía propia.

Ese día entonces me prometí a mí mismo ser igual que él, emular sus ejemplos, su dedicación, su entrega y su empeño, tanto con su familia, su trabajo y su entorno.
Son unos zapatos enormes los que tengo que llenar y lo intento a todo momento. Me esmero bastante en que su ser y su esencia se vean reflejados en mí. Tu ejemplo es el mejor regalo que he recibido de tu parte y quiero que sepas que no te fallaré, mi querido viejo.
Geisel Checo.-
18-Jun-2014